Los
grandes sólo nos parecen grandes
porque
nosotros estamos de rodillas.
¡En
pie!
L.M.Prudhomme
***
-Esta tierra está maldita, ha caído en manos del diablo, te lo digo
yo.
-No hables muy alto, no sea que te oiga Dios nuestro Señor.
-¡Basta ya!, ¿no lo entiendes?, Dios nos ha dejado de lado, no le
importa nuestra comunidad.
-No, no es cierto, claro que le importamos, sólo que habrá motivos más
importantes que le obliguen a dejarnos al arbitrio de su lacayo en la tierra.
Cómo va a olvidarnos, si hasta mandó a su Hijo a salvarnos.
-Calla. Notas el olor, es la lluvia, pero no es una lluvia corriente,
es el olor esperado, el momento clave.
-¿De qué estás hablando?
-Hoy es el día. Hoy descenderán los barrotes, hoy se perpetrará el
justo destino que nos abraza letalmente.
-¿De qué demonios estás hablando?
-Hoy moriremos, hoy que por fin podemos. Hoy es el día, sin duda, hoy,
que llueve.
***
El pueblo calló, volvió los ojos a las explicaciones vertidas por María.
Nadie quiso saber, todos complicitaron la postura del representante divino en
la población. Todos siguieron las instrucciones del padre Julián, más por la
eterna e indestructible superstición acerca del devenir del hombre tras la
muerte que por infinita devoción. El respeto hacia el padre Julián era
ficticio. Nadie le creía, pero ninguno se oponía por temor a las represalias en
el deseado y futuro cielo. No olvidaban, no podían olvidar las vejaciones de
siglos y siglos por parte de los comediantes, de los delegados propagadores de
las malversadas ideas que el histórico Jesucristo había dictado. Sus abuelos,
pero antes de ellos los abuelos de sus abuelos, y mucho antes los abuelos de
los abuelos de sus abuelos, habían padecido el yugo y la opresión por temor a
la incertidumbre que se les planteaba cuando llegara la devoradora de
ilusiones, la repobladora de mortajas, la inmortal Muerte.
***
La mañana se levantó teñida de
canto, un canto repicado por el caer constante de la lluvia, una lluvia que le
recordaba el porqué de su estado huidizo, unas voces que le incitaban a salir
de su terror para enfrentarse al causante de todo. Allí estaba él, Roberto,
huyendo una vez más, mientras el olor a lluvia se mezclaba con la sensación de
saberse cobarde, de sentirse parte de una maldición provocada por otros, por
aquellos que llenaron su mente con la memoria de los asustados, con el dolor de
los que murieron agachados en pos de una vida mejor, prometida a su muerte.
"Ven, ven", gritaba su mente, reclamándole la justa venganza que
acallara su memoria sangrienta; "ven, ven"..., y al abrir,
definitivamente, los ojos, supo con certeza que hoy moriría, que hoy, por fin,
Fernando y su hermana Marcela descansarían en el recuerdo de su conciencia.
***
Vio sangre, gotas rojas como su indignación, gotas golpeando el marco
de su irracionalidad, gotas que hicieron brotar la ira contenida, gotas que le
recordaron lo que debía hacer. El estómago se le giró para quejarse, revolviéndose en su tormento de hermano ultrajado, para provocar
que la adrenalina excediera de sus límites lógicos y buscara lo que no había
encontrado en treinta años de angostamiento y remordimiento: la venganza, justa
y tardía, alimentada por el recuerdo de su silencio.
Hoy era el día, sin
duda, hoy, que llovía.
***
Todo cambió. Poco a poco el apacible pueblo, arrastrado por el efecto
devastador de la lluvia, se fue derrumbando, desmoronándose, como si una
maldición hubiera penetrado, desangrándose, por la otrora reposada tierra de
Mortaja. El color, característico y rojo, mutó hacia sombrías tonalidades que
expandieron la soledad por cada uno de los tristes recovecos que quedaban en pie,
medio cubiertos por el olvido y la sinrazón. Pronto nadie quedó, ni una persona
se mantuvo cuerda, sólo los muertos que vagaban exigiendo su descanso se
atrevían a buscar entre las piedras los retazos de oraciones que en vida habían
hecho por y para ellos, para su reposo pretendidamente eterno.
***
Rebrotó el rencor, y la peste se expandió apocalípticamente, mostrando
su indiferencia para con los mal llamados terrestres.
"Sangre, quiero sangre", se escuchó murmurar desde las entrañas
doloridas, "sangre, quiero sangre", borboteó su descarnada mano
palpando las internas yemas de ansiedad.
***
Y estalló la humanidad, dividiendo aún más las columnas de hombres
desechos que buscaban ideas a las que aferrarse para sentirse importantes y necesarios.
Las fobias surgieron de la nada, dejando al pueblo moribundo, más necesitado de
cadenas, más caliente por el odio. Todos pelearon, pugnando por dinamitar las
pequeñas esperanzas de resurrección que bullían luchando por emerger hasta los
pellejos de la carne. Nadie resistió, todos acabaron abandonándose a las
sombras para que se apoderaran de los miedos y los transformaran en recuerdos
de una realidad que los sobrepasaba. La iglesia, las calles, las casas, las
visiones, los deseos, los olores, los recuerdos, todo, absolutamente todo
cubierto del lodo del olvido, que se fue apilando hasta llegar a los confines
de la locura.
***
El pueblo se levantó sobre las voces difuntas de los antepasados, con
el apoyo cumplido del invariable destino, con la marca invisible del dolor
infinito. Nada se supo, y si lo presintieron fue demasiado tarde. El pueblo,
desde antes del padre Julián, incluso desde antes de antes del padre Julián,
había ido sucumbiendo ante los deseos ignotos de las maldiciones que allí
permanecían guardadas.
***
Las risas apagadas, que en las noches más calurosas eran claras y
mordientes, se entremetían por las sábanas del sueño, proporcionando dolor en
los agujeros del aire. Nadie lo vio, o no lo quisieron ver, pero su desconocido
valor afloró para rendirse y sumirse a la escalinata de constrcción que crecía
sin reparo al abrigo de las dentaduras de los gusanos.
***
El ansia se apoderó poco a poco de los únicos aldeanos que aún
conservaban rasgos de sentido común, quienes, escondidos en sus improvisadas
barcas, intentaban escapar a la barbarie que estaban presenciando. Pero el
hambre llegó, como siempre, apropiándose de la efímera condición humana, y lo
que en un principio les pareció impensable y pecaminoso sucumbió al deseo de
sus estómagos, famélicos, que reclamaban su ración alimenticia para convertirse
en lo que siempre habían sido: bestias, profundas bestias coaccionadas,
reprimidas, acorraladas por la superstición y el miedo heredado de sus cobardes
antepasados, un temor que tornaba hacia un horror ilimitado en cuanto aparecía
la figura del padre Julián portando en su manipuladora boca el nombre de su
Dios.
***
Los áticos habían sido ocupados por familias enteras dispuestas a
sobrevivir de la mejor manera posible. No tenían alimentos, tampoco bebidas, y
el hambre, que se fue incrementando con el continuo rugir de las vacías
entrañas, dio rienda suelta a los odios animales que dormitaban en lo más
profundo de las fieras cubiertas de piel humana. Primero se ayunó, pero la
continua humedad de las noticias desembocó en la demostración culinaria de los
más débiles.
***
-Padre Julián, huyamos, salgamos por la puerta de atrás.
-¿Roberto?, ¿qué haces levantado?, ¿qué haces aquí?, ¿qué te ha pasado?
-No hay tiempo para explicaciones, padre, sígame.
-¿Qué es lo que sucede, hijo mío?
-Vienen a por usted.
-No digas tonterías, Roberto, ¿quién va a buscar la enemistad con Dios?
-No lo sé, pero son muchos los que vienen hacia aquí. No hay tiempo
que perder, sígame.
-Un momento, hijo.
-No, no hay tiempo para ello.
-Necesito mis atributos religiosos.
-Pero, padre.
-Un momento, sólo es un momento.
-¡Allí está!, cojámosle. Te llegó tu hora, maldito hijo de puta. Ya no
podrás violar por más tiempo a nuestras mujeres, ya no mutilarás los deseos de
los hombres con tus mentiras piadosas, ya no regirás a tu antojo nuestros
destinos, hoy morirás, hijo de Dios, hijo de puta.
-Corra, padre, por aquí, por esta puerta.
-Roberto, no, no puedes hacernos esto, no puedes negarnos su sangre. ¡Roberto,
vuelve!, por Dios, ¡vuelve!,
¡VUELVEEEEE!
***
-Deténgase, padre, aquí estaremos seguros.
-Los he visto, sé quiénes han sido, sé sus nombres y sus caras, y en
cuanto la ciudad vuelva a su normalidad les haré pagar por su osadía. Roberto,
has despertado para salvarme, como un heraldo de Dios. Roberto, tú serás
recompensado en el cielo por haberme salvado, serás ¡ah!
Y un expeditivo golpe
en la portadora de su manipulador conocimiento sustituyó al esfuerzo oral de
exigirle el silencio, un ruidoso silencio que sí se albergó en su quejumbrosa y
ya no sentida cabeza.
***
Despierta, nota sobre sí un enorme capuchón que le sume en una preocupante
oscuridad. Intenta moverse, pero sus pies están sujetos a una fuerte soga que
le mantiene invertido. Nota cómo la sangre se le arremolina y se le expande por
el interior de su dolorida cabeza. Los murmullos le llegan, hay gente a su
alrededor, y a lo lejos escucha los ladridos de los perros, ladridos que resuenan
sin piedad por cada uno de los huecos de su atemorizado cacicazgo. Tiene miedo,
por primera vez en su vida siente la necesidad de suplicar, de rogar para que
las cosas vuelvan a su control, para presidir de nuevo su falaz juicio contra
los seres humanos. Pero sabe que hoy no es así, que su condición de cazador ha
mutado y que la mención de su aterrador Dios no hará mella en los corazones ensordecidos
de su embravecido rebaño. Hoy morirá, lo intuye, hoy, que llueve.
***
-¡Despierta!
(¡PAM!)
-Ah.
(¡PAM!)
-Sufre, sufre como nunca tuvimos que sufrir nosotros, sufre como jamás
debimos hacerlo nosotros, sufre para que sepas lo que es el dolor físico, lo
que es la amputación progresiva de cada uno de tus miembros corruptos por la
palabra de un Dios al servicio de tu caprichoso y fantasioso deseo copulador.
(¡PAM!)
-Ah, Roberto, Roberto, no tengo nada contra ti, son ellas, ellas las
que provocan las desgracias, ellas las que me obligan a darles su merecido
castigo, a azotarlas para expulsar de sus cuerpos pecaminosos la presencia del
demonio, envuelta en garras de deseo. No lo ves, me provocan, nos provocan para
acallar sus manos mancillosas, sus deslices a lo largo de la historia del
hombre.
(GUAU,
GUAU, GUAU).
-¡Cállate!, deja de nombrarnos, deja de mentir, deja de hacerlo.
(¡PAM!)
-¡Ah!, ¡María!, estás ahí. Suéltame, soy yo, tu confesor, tu amigo, el
único que puede hacer que Fernando ascienda desde su castigo al premio de los cielos.
-¡Cállate! Roberto, dame la navaja.
-¿Qué vas a hacer?, ¿qué es lo que vais a hacer?
-Enseguida lo sabrás.
(GUAU,
GUAU, GUAU).
-Quítale el capuchón, ¡quítaselo!
-María, Roberto, no lo hagáis, no, no, os arrepentiréis.
-He dicho que te calles.
(¡PAM!)
-¡Ah!
(GUAU,
GUAU, GUAU).
-Ves esta navaja, esta fría hoja que poco a poco pide venganza, que
clama para sus adentros por una solución justa. Esta navaja justiciera va a ir
a por tu esparcidora de odio, a por tu distribuidora de culpas, a por tu
mutiladora sexual.
(¡RAJJ!)
-¡Ah!
(GUAU,
GUAU, GUAU).
-Sangra, sangra como un cerdo, como lo que eres, como lo que has sido.
Sufre, sufre todo el mal que llevas dentro, sufre el dolor que ha producido tu
deseo animal, sufre tal y como se lo hiciste hacer a mi hermana, sufre, sufre,
¡SUFRE!
***
-Por favor, por favor, acabad ya, matadme de una vez, pero detened
esta tortura, detened este dolor.
-Suplica, ruega por tu vida, pide la compasión que jamás mostraste por
ninguno de nosotros. Vas a caer. Qué ironía, tú, que tanto alimentaste la razón
de la pasión, engullido por el estómago de la irracionalidad.
-Por favor, por Dios.
-No estás en condiciones, no eres nadie. La lluvia, la lluvia nos
avisa, nos apremia para que sigamos con tu progresiva mutilación. ¿Ves los
perros?, ¿los oyes?, están deseando que acabemos para terminar tus restos. Pero
no, nosotros no vamos a acabarte, no vamos a terminarte, eso lo dejaremos para
ellos. Desearás morir, reunirte con tu mentiroso Dios, porque cuando los perros
lleguen hasta ti, todavía mantendrás la conciencia, te quedarán residuos para
recordar todos las abusos que has cometido contra nosotros, los hijos de Dios,
para buscar entre tu memoria y encontrar cada una de las caras infantiles a las
que despojaste de su inocencia para sumirlas en la locura de las auto
inculpaciones, caras que te mirarán para declararte culpable, culpable en el
juicio de la verdad, en el juicio de la impotencia saldada por cada una de las
entrañas que se te derramarán hasta convertirte en postre de las fieras a las
que te equiparas en comportamiento.
-Basta de charlas, ¡sufre!
(¡PAM!)
-¡Ah!
(GUAU,
GUAU, GUAU).
-Siente, nota cómo la vida se te escapa poco a poco, cómo las entrañas
se te expanden por el dolor, cómo tus tripas se despiden de tu cuerpo para
acabar en las fauces de la animosidad de las bestias.
(¡PAM!)
-Sí, tú, protector de nuestra moral, doctor de la religiosidad, prueba
un poco de tu propia medicina.
***
-Reza todo lo que sepas, porque ha llegado el momento del
descendimiento de tu particular cruz. Mira, abre los ojos, ¡ábrelos!, los
perros llevan días sin comer, como nosotros, pero ellos van a saciarse, van a
engullir todo el mal que llevas dentro. Padre,
(¡SMUAK!),
¡reúnete con todos nosotros en el infierno!
(GUAU,
GUAU, GUAU).
***
Del deseo vengativo surgieron los habitantes del pueblo, aquellos que
no habían huido y que se habían quedado para acallar los quejidos de sus
antepasados, para evitar que los perros pudieran saciar su natural hambruna. No
podían permitirlo, buscaban su particular exculpación, y sabían que ésta
vendría por sus bocas, por las voraces bocas que exigían silenciar los alaridos
que habían estado presentes, a lo largo de la historia, en cada uno de sus
serviles actos.
***
Se lo comieron, junto a los perros, desgarrando cada parte de él, como
fieras, inducidos por el deseo animal que se apropió de cada una de sus
represiones, que liberó las intimidaciones acumuladas por años de carestía y
dolor, que desterró de sus desesperanzados cuerpos cualquier atisbo de
racionalidad.
***
Surgió la soledad del alma, para cicatrizar la herida que el viento
propagaba con violencia, una inusitada violencia. Los gritos de la tierra se
arremolinaron en busca de carne, podrida y humana, en la que descargar su ira
latente.
***
-No lo pienses más, come.
-Roberto, ¿no será esto pecado?
-Y qué si lo fuera, ¿quién te va a juzgar, el padre Julián? -y las
eufóricas risas se apagaron ensordecidas por el tronar externo de las nubes
desbocadas y el crujir interno de los huesos descarnados.
***
Está sola, sola y acobardada. No sabe nadar. Corre hacia la colina, en
busca de un lugar que la pueda proteger de la ira de las nubes. Atraviesa el
pueblo, intentando no mirar hacia los apilamientos de muertos descarnados que
se propagan por entre los rincones de la sangre. Hay agua, demasiada agua para
que pueda vislumbrar un lugar donde pueda ponerse a salvo. Sabe que el río va a
desbordarse. Se lo dijo su hermano poco antes de quedarse sin nada:
-Corre, Anita, corre hacia el cementerio.
-Pero, Pablo, quiero quedarme contigo, quiero estar a tu lado.
(GUAU,
GUAU, GUAU)
-No, no lo entiendes. No aguanto más, no sé cuanto tiempo podré
mantener la puerta cerrada. Corre, y no vayas al pueblo. Todos se han vuelto
locos.
-Tengo miedo, quiero quedarme aquí.
(GUAU,
GUAU, GUAU)
-No, te he dicho que te vayas, que te alejes de aquí. El río va a
desbordarse, y morirás. Anita, vete. Por favor, vete, y quédate donde
enterramos a Padre y a Madre; no bajes hasta que no veas que el agua se ha ido.
No hables con nadie, no te fíes de nadie. Corre, huye por la ventana.
(GUAU,
GUAU, GUAU)
Fueron las últimas palabras humanas que oyó. Después los ladridos,
repletos de hambre, perros entrando y devorando la cara sonrojada de su hermano
Pablo, la sangre mezclada con el agua, el rojo tiñendo el pueblo de muerte, la
histeria volcada como un torrente de agua, el mismo que segó cientos de vidas
ya no humanas que se peleaban por los trozos de carne que la sinrazón había
esparcido por entre los fragmentos de la ahogada tierra.
***
Escucha el bramido del agua. Hacia abajo todo es mar. Corre con toda
la fuerza que sus nueve años le permiten. Ve el cementerio, a lo lejos. Trepa
por entre el arroyo de barro que dificulta su ascenso. No quiere mirar hacia
atrás, no quiere mirar hacia el pueblo. Tiene miedo, miedo y frío acurrucados
en su pequeño y solitario corazón. Recuerda el cementerio. Ha venido tres
veces, el mismo número de años que llevan sus padres muertos "por deseo
del Señor". Su mente la lleva al incendio, a las llamas que poblaron toda
la casa, al calor repentino que la desplazó lejos del cuerpo inerte de sus
padres, unos padres de piel ennegrecida, carbonizada, hollinienta. Sabe que se
salvó, que su hermano la protegió, que saltaron por detrás de la casa acusada.
Después todo fueron castigos, castigos por ser hijos de, castigos por no saber
rezar, castigos por no llorar cuando el padre Julián la violó brutalmente,
castigos por...; pero ahora no, no quiere pensar en eso. Sólo quiere llegar
hasta arriba, a la colina, donde la esperan los esqueletos oscuros de sus
calcinados padres, donde se sentirá segura, lejos de las fauces humanas que
campan por entre los riachuelos del inmenso cementerio marino en el que se ha
convertido Mortaja, la otrora seca y estéril Mortaja.
***
El ruido crecía, la sangre también; los hombres clamaban al cielo, en
busca del Dios que nunca habían tenido, en busca de una esperanza denegada a
los ojos de la ira, en busca de un remedio que silenciara la angustia
interminable que habitaba en sus desabridos corazones.
***
Cada trueno penetra con más fuerza en su
asustada cabeza. Quiere llegar, sentarse al lado de su madre, o al lado de lo
que queda de ella. Ve las lápidas descender por entre los cauces de barro,
pequeños torrentes que arrastran hacia el pueblo las tumbas menos profundas. Su
sudor se mezcla con el agua embarrada. Ve la tierra que desaparece. Al fondo la
esperan. Sabe que va a llegar. Lo presiente. Alcanza la cima (por fin). Sonríe.
Ha visto el hueco que la ausencia de sus padres le han reservado. En él se
refugia. En él se introduce. Se siente segura. Un rayo
(¡Kaaaboom!),
un árbol seco que se prende y se quiebra
(¡Crash!),
que cae sobre las tumbas de los parientes
(¡Pughh!).
Un grito
(¡Ahhhhh!)
ahogado en el calcio que desprende el reguero de cadáveres que la
sepultan en vida.
***
Ya no puede más. El dolor es asfixiante. Los cráneos se le
arremolinan, cientos de huesos la aprisionan. Sus ojos se llenan de tierra, una
tierra pendiente de la última sepultura. El agua comienza a llenar su nueva y
eterna morada. Quiere gritar, pero no puede, los esqueletos retienen el hilillo
de su voz. Quiere salir, pero no puede, sus fuerzas son muy pocas para levantar
el peso de la muerte. Quiere rezar, pero no puede, eso sólo le traería el
recuerdo del padre Julián. Quiere escupir, pero no puede, el agua se atraviesa
en ella, rodeando sus pulmones hasta encenagarla. Quiere morir, pero no puede,
sólo lo hará cuando la Muerte desee.
Hoy es el día, lo
intuye, hoy, que llueve.
***
La lluvia comenzó a amainar. Como un grifo inmenso apaciguaba su furia
entre los corazones de los hombres que desconfiaban de la conclusión del
devastador aguacero. Poco a poco, el pueblo iba recobrando el murmullo, y los
escasos seres que lo habitaban mostraban con incredulidad la aparente detención
de la pesadilla que había sido su día a día desde hacía seis semanas. Seis
semanas en los que no pudieron ni tan siquiera salir de sus casas por el temor
de encontrarse naufragados y devorados al día siguiente.
***
Entonces corrieron, intentaron detener al viento, perseguidos por el
temor de sus miedos, acosados por el dolor de sus heridas, acechados por el
desgarro de sus miembros. Y paró, el ruido se detuvo, y mostró sin tapujos la
sincera visión de su oscura y solitaria realidad.
***
La lluvia borró todo lo que podía recordar el caos de redención que
trajo consigo el pueblo de Mortaja. Durante seis eternas semanas los cielos no
dejaron de verter sus ansias marinas, derramando por la fangosa tierra todo su
caudal maldito. Sólo sobrevivieron los más voraces, los que tuvieron tiempo
para encomendar su alma al diablo y nadar, con todas sus pertenencias, sobre
los charcos coagulados por el terror humano. Muchos huyeron, lejos, donde nadie
pudiera aspirar sus condenadas figuras, eximidas por su execrable y réprobo
olor a cieno, un oscuro y asqueroso cieno que delataba el miedo de sus cerradas
entrañas. Nada volvió a ser igual, y, los más desdichados y proscritos, volvieron
a su pueblo para encontrarse de nuevo con sus recuerdos, malditos, ilusiones,
malditas, deseos, malditos, espíritus, malditos, malditos por siempre y por
culpa del más maldecido por todos: el padre Julián.
***
Cuando regresaron fueron conscientes de lo que había sucedido, y al
comprenderlo, su soledad innata, la que siempre se había dibujado en sus
figuras acobardadas les abrumó para
hacerles sentir culpables por no haber sabido detenerse a tiempo, por no haber
obviado las manipuladoras explicaciones, por no haber sido capaces de
enfrentarse a una realidad que no les convencía. Por ello, sabían que tenían
que pagar con sus vidas.
El hombre había
muerto (de nuevo).
***
Nota que el ruido ya no llega de fuera, que el eco lo produce su mente
repitiendo una sola palabra: "María, muere, muere, muere". No puede
evitarlo, una y otra vez martillea su conciencia. Abre los ojos. A su alrededor
todo es sangre, sangre y vísceras esparcidas por lo que queda de sacristía. El
miedo se ha ido. Ya no está. Sólo le queda la angustia de saberse apartada de
todo aquello por lo que juró luchar. Su mirada se fija en la gran cruz que,
incluso rota y medio caída, domina la iglesia. Un destello de paz atraviesa su
deseo. Tiembla, su cuerpo tirita, para desterrar su ideal de tranquilidad. Pero
sabe que se engaña, que la idea se hará realidad, porque en el fondo su
venganza ha sido consumada, y ya sólo le queda cumplir su deseo y conseguir el
descanso eterno de los pecados al lado del más añorado de todos: su amado y
nunca vuelto Fernando.
***
"Sí, sí", le grita su mente, y los ojos se le descuencan
mientras avanza sin control hacia el símbolo de la amenaza, hacia la figura del
temor, hacia el negro emblema del desengaño. Y se sitúa debajo de la cruz, y un
rayo penetra para rasgarla, y la besa, con frialdad, dejándola caer sobre su
vientre sucio, notando el desgarro contra su carne, sintiendo cómo le
atraviesa, cómo su dolor se aleja, lentamente, sin prisa, disfrutando de cada
soplo de muerte que la van expulsando de esta eterna tierra de los olvidados.
Hoy era el día, sin
duda, hoy, que llovía.
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